Archivo de la categoría: Pérdidas y desperdicio

Comparando mi desperdicio con las estadísticas

En las estadísticas de EUROSTAT sobre residuos alimentarios (food waste), comentadas en una entrada anterior, se observa que el dato correspondiente a los hogares de España (30 kg por persona y año) es muy inferior a la media europea (70 kg).

La cifra española procede del panel de Cuantificación del Desperdicio Alimentario en los Hogares, que evalúa fundamentalmente los alimentos que se tiran sin ser utilizados (en 2020 unos 23 kg per capita) más los restos de recetas cocinadas que no se aprovechan (unos 7 kg per capita). Por lo tanto, como ya indicábamos en la entrada citada, cabe presumir que las partes no comestibles de los alimentos, que se retiran durante la elaboración y cocinado, queden fuera de dicha evaluación. Sin embargo, el concepto de “food waste» de la UE sí incluye dichas partes no comestibles, por lo que seguramente en casi todos los otros estados miembros sí se contemplen en sus cuantificaciones. De ahí la gran diferencia.

Los datos del panel los últimos años han sido aún menores, observándose una tendencia a la baja durante tres años consecutivos, como se puede ver en la figura siguiente que resume los datos del último informe. De acuerdo al mismo, en 2022 el desperdicio por persona y año en los hogares sería menor a 25 kg. La mayor parte del mismo se correspondería con alimentos sin elaborar, sobre todo frutas, verduras y hortalizas, leche y lácteos; y menos de una cuarta parte se trataría de sobras de platos cocinados (figura 1).

Figura 1. Principales datos del informe 2022 del MAPA sobre desperdicio de alimentos en los hogares españoles

Otra referencia interesante es el reciente diagnóstico sobre el desperdicio de alimentos en la cadena agroalimentaria de Euskadi (ver entrada previa). Este estudio arroja una cifra de residuos alimentarios en los hogares vascos de 63,5 kg por persona y año, bastante cercana a la media europea aportada por Eurostat (70 kg). Un aspecto muy interesante del estudio es que evaluó tanto la parte no comestible de dichos residuos como la comestible (es decir, el desperdicio tal y como queda definido en el proyecto de ley de prevención de las pérdidas y el desperdicio alimentario). Así, de los 63,5 kg, 18,5 kg serían desperdicio, una cifra aún menor que los 25 kg aportados por el panel de cuantificación del MAPA.

Mi impresión es que ambas cifras son más bien bajas, y quizá no representen bien la realidad. Para tener una referencia propia más clara, decidí medir mi propio desperdicio, cosa que debería haber hecho hace tiempo. Durante un par de semanas, haciendo uso de una balanza de cocina fui pesando en casa todos los alimentos, antes, durante su preparación (partes desechadas) y en su caso, las sobras tras las comidas. En todo momento traté de hacer como siempre, sin cambiar mi forma de cocinar ni forzar en ningún sentido el aprovechamiento de la comida. Estuvimos en casa tres personas. Durante ambas semanas los tres desayunamos, comimos al mediodía y cenamos en casa todos los días, salvo un domingo que fuimos a comer a casa de los abuelos, y un par de días de fin de semana en los que uno u otro de mis hijos cenó fuera.

La primera semana la utilicé para recoger los datos necesarios para obtener medidas globales de residuos, identificando tanto las partes no comestibles y como las comestibles (el desperdicio). Esa primera semana me sirvió también para afinar la metodología de forma que la segunda semana de estudio la toma de datos fue más precisa, logrando segregar los datos para cada categoría de productos. Esta segunda semana me ayudé de los tiques de compra para registrar los productos comprados, las cantidades, etc., y apunté qué productos de los que ya tenía previamente en la despensa se fueron consumiendo. En definitiva, traté de tener un registro lo más exacto posible de entradas y salidas de «materiales alimentarios».

Veamos lo que salió de todo esto. En la tabla siguiente se resumen las cantidades de residuos alimentarios, sus partes no comestibles y comestibles (desperdicio) en cada una de las semana, calculando además el promedio diario y anual tanto en la casa en su conjunto, como por persona.

Tabla 1. Principales indicadores de residuos alimentarios en nuestra casa durante las dos semanas de estudio

Se observa que en la casa ambas semanas la cantidad de residuos generados fue bastante similar, alrededor de 700 gramos diarios, 5 kg en toda la semana, lo que supondría un poco más de 250-260 kg al año. Si dividimos estas cifras entre tres, los residuos por persona son 230-240 g diarios, 1,6-1,7 kg por semana y 84-87 kg al año. Al atender a la distribución de estos residuos entre las partes no comestibles y el desperdicio los resultados cambian un poco de una semana a otra. La primera semana el desperdicio fue mayor, supuso el 25 % de todos los residuos alimentarios, mientras que la segunda semana fue el 22 %. En promedio tendríamos una tasa anual de 85,4 kg de residuos alimentarios per capita, de los cuales un 23,5 % sería claramente desperdicio, es decir, 19,9 kg.

Figura 2. Cantidades de diferentes alimentos tiradas a la basura en nuestra casa durante la segunda semana

En la figura 2 se detallan las cantidades tiradas a la basura la segunda semana, comestibles y no comestibles, segregadas por productos. Y en la figura 3 se condensan estos resultados detallando su distribución por grupos de alimentos. Más del 90 % de los residuos alimentarios totales fueron de origen vegetal, apenas tiramos nada de origen animal, claramente menos que lo descrito en el informe del panel de cuantificación del MAPA, y también menos que lo observado en el estudio de Euskadi. Se da la circunstancia de que en esta semana en concreto compramos carne y pescado «sin huesos ni espinas». Si, por ejemplo, hubiéramos comprado unas patas de pollo o un costillar de cerdo, hubiéramos generado más residuos de origen animal.

Figura 3. Distribución por grupos de alimentos de los residuos alimentarios y de sus partes no comestibles y comestibles (desperdicio)

En la parte del desperdicio, la distribución es bastante homogénea entre verduras (un poco de col cocida sobrante, y un plato de ensalada que preparé para un hijo que finalmente cenó fuera de casa, y que se quedo «mustio»), frutas (sandía, que se compró ya tan madura que para consumirla hubo que tirar los primeros recortes), cereales (unos 100 g de pan y otro tanto de un arroz cocido, que alguno de mis hijos tiró a la basura sin que yo me diera cuenta), y una taza de leche. En nuestra casa consumimos muchas verduras y hortalizas frescas, cuya preparación genera la mayor parte de los residuos (56 % del total), sobre todo partes no comestibles (64 % del total no comestible, que asciende al 87 % si añadimos lo correspondiente a las frutas).

En este sentido, la mayor parte de esta fracción que hemos considerado no comestible de los residuos es sin duda no comestible (unos 3,3 kg de peladuras de patata, de plátano, de zanahoria, de cebolla, cáscaras de huevo, corteza de sandía, piel de mandarina, etc.). Pero existe otra parte, menor, que se sitúa en una zona gris entre lo no comestible y lo comestible, puesto que podría ser susceptible de ser más aprovechada (por ejemplo, parte del residuo de la acelga, la achicoria, la col, la cebolleta, los puerros, la lechuga y los cogollos, etc.), como se indica en la tabla siguiente.

Tabla 2. Porcentaje de las materias primas retirado en la preparación o consumo. Nota: se puede ver que para pelar patatas, zanahorias o pepinos, empleamos siempre un pelador. Nunca empleamos un cuchillo, con el que podríamos aumentar entre 5 y 10 puntos porcentuales la proporción de material retirado en el pelado, según comprobaciones propias.

Yo he cifrado estas partes potencialmente aprovechables en algo más de 600 gramos. Si los incorporo a la parte considerada comestible de los residuos, el valor de desperdicio en la semana 2 aumenta en más de 10 kg por persona y año, elevándose hasta 29,6 kg por persona y año, un 34 % de los residuos alimentarios totales.

En la figura siguiente se comparan los resultados obtenidos en nuestro estudio casero con los referidos por el Panel del MAPA, el estudio realizado en Euskadi y el promedio de residuos alimentarios en la UE, según las últimas estadísticas de Eurostat.

Figura 4. Casa (promedio): el promedio de las dos semanas estudiadas. Casa (Semana 2b): los residuos en la segunda semana si incorporamos al desperdicio el material potencialmente aprovechable de las partes no comestibles. Casa (Semana 2c): los residuos en la segunda semana si redujéramos a la mitad el desperdicio del caso anterior.

De esta figura se extrae lo siguiente:

  • La generación promedio de residuos alimentarios en nuestra casa (85 kg) es un 22 % superior al promedio europeo y un 35% al de nuestros vecinos del País Vasco.
  • No obstante el valor de desperdicio (19,9 kg) es muy parecido al de éstos últimos, únicamente un 7,6 % superior, y casi 5 kg inferior al último dato aportado por el panel del MAPA.
  • Al incorporar el material potencialmente aprovechable al cálculo, el valor de desperdicio aumenta hasta 29,6 kg, 5 kg superior al dato del panel del MAPA.
  • En nuestra casa el desperdicio supone entre el 22 y el 34 % de los residuos alimentarios totales, según cómo hagamos los cálculos. En Euskadi es el 29 %.
  • Si redujéramos los 29,6 kg a la mitad (Semana 2c) el desperdicio sería el 20 % de los residuos totales, que alcanzarían un valor, 72,2 kg per capita, muy parecido al promedio de la UE.

Aunque creo que todavía tenemos un cierto margen de mejora en nuestra casa, si pienso en cómo nos hemos conducido durante las semanas de estudio, y lo casi anecdótico o accidental de algunos alimentos desperdiciados, considero que los datos obtenidos en mi casa y, por lo tanto, los referidos en los informes del MAPA y del Gobierno Vasco, que son del mismo orden, son valores de desperdicio más bien bajos o moderados.

Teniendo en cuenta que en nuestra casa creemos estar particularmente concienciados sobre el tema, se podría pensar dos cosas; o que en promedio en los hogares del País Vasco existe también una gran concienciación y se tira muy poco alimento a la basura; o que la muestra de hogares empleada puede no representar adecuadamente al conjunto de los hogares del territorio. En el informe del Gobierno Vasco se señala que esta parte del estudio se realizó con una muestra de 151 hogares que participaron tras una «campaña de búsqueda». Si sobrentendemos que participaron en el estudio hogares que se presentaron «voluntarios», cabe pensar que la mayor parte de los mismos sean hogares donde existe un cierto nivel de concienciación sobre el desperdicio, y que pudo quedar fuera una proporción significativa de hogares donde, o bien no hay interés y/o conciencia sobre la cuestión, o bien existe un desperdicio elevado que no se desea exponer participando en un estudio de este tipo.

También el dato del Panel del MAPA, aun siendo superior al del País Vasco, me parece bajo. Este estudio se viene haciendo desde hace años, a través de datos procedentes de encuestas y diarios de 4.000 hogares. No estoy seguro de ello, pero si estos hogares son siempre los mismos, parece lógico pensar que la mayor parte de las familias participantes habrán ido progresivamente concienciándose sobre la problemática del desperdicio, y posiblemente se habrán ido disciplinando en sus prácticas de compra, preparación y consumo de alimentos para tratar de reducirlo. Si esto es así, cabe preguntarse de nuevo hasta qué punto esta muestra de hogares representa bien al conjunto de los hogares españoles.

Un dato que se pudo estimar es qué proporción de toda la cantidad de alimentos empleados durante la semana en nuestra casa acabó en la basura. Es un tipo de dato que no suele venir referido con claridad en los estudios de residuos y desperdicio en los hogares.

Fue la siguiente:

  • Los residuos alimentarios supusieron alrededor del 12 % de la cantidad (en peso) de alimentos empleados durante la semana, el 88 % restante se ingirió.
  • Atendiendo solo a lo comestible de los residuos, el desperdicio alimentario supuso alrededor del 2,6-4,1 % de los alimentos empleados durante la semana.

La respuesta a la pregunta de si esto es mucho o poco se la dejo al lector.

Jornada contra el desperdicio alimentario

En el año 2019, la Asamblea General de Naciones Unidas declaró el 29 de septiembre como Día Internacional de Concienciación sobre la Pérdida y el Desperdicio de Alimentos. Desde entonces, todos los años alrededor de dicha fecha tienen lugar múltiples actividades sobre el tema.

Así, hace un par de semanas se celebró en el Colegio Oficial de Médicos de Navarra una Jornada contra el desperdicio alimentario titulada «Una mirada desde el sector primario y la hostelería en Navarra», organizada por el Gobierno de Navarra a través de la Oficina de Prevención de Residuos e Impulso a la Economía Circular y la empresa pública Gestión Ambiental de Navarra (GAN-NIK).

En ella pude participar haciendo una exposición genérica para enmarcar el problema de desperdicio alimentario y su abordaje en el contexto normativo europeo. Después se desarrolló una mesa redonda la que participaron miembros del sindicato agrario UAGN, para dar su visión del problema desde el sector primario; Silvia Ros, consultora en “Alimenta Valores”; y el chef Alex Múgica, autor del libro “Reciclaje y alta cocina”, que aportó su visión desde la perspectiva de la restauración, y cuyo equipo en el restaurante el “El Colegio” preparó una serie de «pintxos de aprovechamiento», para que fueran degustados por los asistentes.

Comemos combustibles fósiles, según Vaclav Smil

Vaclav Smil (1943) es un profesor emérito de la Universidad de Manitoba, miembro de la Royal Society y de la Orden de Canadá. Realiza investigaciones interdisciplinarias en los campos de la energía, el cambio ambiental y poblacional, la producción de alimentos, la historia de la innovación técnica, la evaluación de riesgos y las políticas públicas. Es un científico muy reconocido y un autor prolífico que hasta la fecha a publicado 47 libros y más de 500 artículos sobre estos temas.

En español hay editados varios libros suyos como «Alimentar al mundo. Un reto del siglo XXI», «¿Deberíamos comer carne?», «Energía y civilización. Una historia». Son libros profundos, rigurosos en sus datos, referencias y análisis. En esta entrada se resume parte de los contenidos de un libro reciente titulado «Cómo funciona el mundo», publicado en inglés en 2022, y en español en 2023.

A lo largo de siete capítulos cuyos títulos comienzan siempre por Comprender…, el autor describe en apenas 270 páginas los aspectos más importantes que a su juicio configuran el funcionamiento de nuestro mundo globalizado, y que condicionan las posibilidades de hacer frente a las crisis climática, energética, alimentaria y de materias primas derivadas de dicha forma de funcionamiento. Aquí resumimos principalmente los contenidos del capítulo 2, que tiene un título muy ilustrativo: Comprender la producción de alimentos. Comer combustibles fósiles.

El autor comienza explicando cómo el desarrollo de la agricultura permitió sostener densidades de población entre 100 y 1000 veces más altas que la actividad recolectora-cazadora previa a la revolución neolítica. Explica cómo en todos los siglos preindustriales dichas densidades de población aumentaron muy lentamente y no superaron el valor de 2,5-3 personas por hectárea, incluso en Europa fueron menores a 2 personas hasta el siglo XVIII. Hasta ese momento, la producción de alimentos dependía exclusivamente de la energía solar y del trabajo humano y animal, lo que limitaba en gran medida los rendimientos productivos de los cultivos.

La revolución industrial provocó un aumento muy considerable de la demanda alimentaria de la población urbana, lo que obligó a un incremento de la producción de comida, asociado en el siglo XIX en gran medida al aumento de la superficie de cultivo (en América principalmente). Es en el siglo XX, particularmente tras la segunda guerra mundial, donde la transformación de la agricultura se acelera. El autor señala literalmente que «ninguna transformación reciente ha sido tan fundamental para la existencia como nuestra capacidad de producir, año tras año, un exceso de comida«. Y lo ilustra a través de los datos que aparecen en la figura siguiente, donde se puede apreciar que en el plazo de setenta años la población mundial se ha triplicado mientras que la proporción de población desnutrida ha pasado del 65 % (2 de cada 3 personas) a menos del 9 % (1 de cada 11 personas).

Elaborado a partir de Smil, 2023 y otras fuentes

La causa de este éxito extraordinario es el gran incremento del rendimiento de las cosechas, derivado del efecto combinado de:

El autor enfatiza que «se sigue pasando por alto la explicación fundamental» que está detrás de estos elementos de cambio: la indispensable contribución a los mismos de la energía aportada a través de la electricidad y el uso de combustibles fósiles. Dice literalmente que:

Vaclav Smil, 2023

El uso directo de los combustibles fósiles se concreta en: propulsar maquinaria, bombas de irrigación, transporte de alimentos, transformación y conservación de alimentos, etc.

El uso indirecto es más amplio y cuantitativamente más importante: producción de fertilizantes (sin duda el consumo de energía indirecto más importante de la agricultura) y agroquímicos (herbicidas, insecticidas, fungicidas), producción de maquinaria agrícola, producción de vidrio y plásticos de invernaderos, etc.

Esta transformación de la producción agrícola y su dependencia actual de los combustibles fósiles los ilustra describiendo las principales características de la producción de trigo en Estados Unidos en 1801, 1901 y en la actualidad. En la figura siguiente se esquematiza esto:

Elaborado a partir del texto de Smil (2023) y otras fuentes

Seguimos comiendo, evidentemente, productos de la fotosíntesis (directamente al comer plantas, e indirectamente al comer animales), que es la conversión de energía más importante de la biosfera. Pero a la energía solar se ha unido una aportación muy grande de las fuentes de energía fósil, no renovable. La intensidad de la producción agrícola actual no podría tener lugar sin las contribuciones de los combustibles fósiles y la electricidad. Sin ellas, según el autor afirma que “no habríamos podido proporcionar al 90 % de la humanidad una nutrición adecuada ni reducir de manera simultánea y continua la cantidad de tiempo y la superficie de terreno necesarios para alimentar una persona”.

Para hacer más gráfica dicha contribución y comparar las necesidades energéticas de productos de diferente naturaleza el autor cuantifica y expresa dichas necesidades en en forma de volumen de diesel (ml, L) por kg de producto (aunque en la práctica no todas las aportaciones energéticas se concreten a través del uso de dicho combustible, evidentemente). Esto se resume en el cuadro siguiente:

Elaborado a partir de Smil (2023)

A continuación, en el apartado «¿Podemos volver atrás?» el autor reflexiona y opina acerca de las limitaciones existentes para transitar hacia una descarbonización de la agricultura. Dice que reducir los servicios actuales proporcionados por los combustibles fósiles (sobre todo la mecanización agrícola y la producción de agroquímicos sintéticos) requeriría aumentar la fuerza laboral humana (retorno al campo desde las ciudades) y animal y las aportaciones de materia orgánica reciclable hasta cuotas impensables hoy día, para acercarse a los niveles de fertilización y los rendimientos productivos actuales.

Señala que más de la mitad del nitrógeno reactivo que reciben los suelos cultivados en el mundo procede de los fertilizantes sintéticos (ver figura siguiente) y que las posibilidades de aumentar la aportación actual del resto de fuentes son limitadas por distintos motivos.

Elaborado a parir de Smil (2023)

Vaclav Smil otorga una importancia tremenda a los fertilizantes sintéticos. En el capítulo 3 – Comprender el mundo material. Los cuatro pilares de la civilización moderna, identifica cuatro materiales como los más imprescindibles para sostener el funcionamiento actual del mundo: el cemento, el acero, los plásticos y el amoniaco. Y sostiene que éste último, al ser la materia prima indispensable para producir los fertilizantes nitrogenados, merece la primera posición como el más importante para la humanidad. Describe los orígenes a finales del siglo XIX y la evolución del proceso de fijación de nitrógeno atmosférico a través del proceso Haber-Bosh, quizá «el avance técnico más trascendental de la historia«, para el que se hace necesario el empleo de gas natural.

Señala que si bien es importante incrementar las aportaciones actuales de los estiércoles fermentados dado que mejoran la composición del suelo, aumentan su contenido orgánico y facilitan el desarrollo de una mayor riqueza en microorganismos e invertebrados, el aporte de nitrógeno de este material es entre 10 y 40 veces inferior al de los fertilizantes sintéticos (urea, nitrato amónico, etc.). El volumen de material orgánico que sería necesario aportar para acercarse a los niveles de fertilización de estos últimos sería de tal magnitud que resulta materialmente imposible.

Otra estrategia de fertilización que señala como muy interesante y deseable también es el aumento de las rotaciones con leguminosas y de cubiertas verdes que permiten «generar» su propio nitrógeno y fijarlo en el suelo, pero describe también las limitaciones existentes al respecto. Afirma que:

Vaclav Smil, 2023

No obstante, en la parte final del capítulo 2, en el apartado «Pasar con menos, y pasar sin nada«, aporta elementos de esperanza describiendo qué cambios se podrían operar para, que combinadamente, se reduzca nuestra dependencia de los combustibles fósiles en la producción de alimentos:

A) Desperdiciar menos comida para no tener que producir tanto, en particular en los paises más ricos, en los que la oferta alimentaria (3.200-4.000 kcal por persona y día) a veces duplica las necesidades reales (2.000-2.100 kcal). El autor hacer referencia al famoso estudio de la FAO de 2011, al programa WRAP de Reino Unido, al incremento del desperdicio en China conforme ha mejorado la nutrición del país, y a la dificultad existente para reducir el desperdicio, ejemplarizada en el hecho de que en EEUU los balances alimentarios parecen indicar que la comida desperdiciada no ha variado durante las últimas cuatro décadas.

Señala que si el precio de los alimentos aumenta es previsible un menor desperdicio, pero que este mecanismo no sería recomendable en países de ingresos bajos, en los que los gastos en alimentación representan un porcentaje del gasto total familiar muy elevado.

B) Transitar hacia dietas más vegetarianas y moderadas, menos copiosas y cárnicas; de nuevo en las sociedades ricas. Aunque considera que la opción del veganismo a gran escala está condenada al fracaso, sí aboga por reducir el consumo de carne muy por debajo de lo que se ha consumido en promedio en los países prósperos en las últimos 20 años. Señala que esto empieza a ser una realidad en algunos países, como Francia, pero que, salvo en prácticamente toda África y algunas regiones de Asia (donde el consumo de carne sigue siendo mínimo), en muchas regiones en proceso de modernización (Brasil, China, Indonesia, etc.) el consumo de productos de origen animal no ha dejado de incrementarse en los últimos años.

C) Otras oportunidades de mejora, limitadas, a veces lejanas, pero que habría que abordar: aumentar la eficiencia de captación de nitrógeno por parte de las plantas; uso de maquinaria agrícola e irrigación sin combustibles fósiles; el desarrollo de cultivos de cereales u oleaginosas con la capacidad de las leguminosas.

En definitiva, en unas 40 páginas Vaclav Smil describe de forma clara y rigurosa cómo es la producción industrializada de los alimentos en el mundo, de qué modo es dependiente del uso directo e indirecto de combustibles fósiles, y cómo dicha dependencia hace muy difícil acometer con rapidez la anhelada aspiración de descarbonizar la agricultura y ganadería y reducir sus impactos ambientales; más aún en mundo con población creciente, y bajo las consecuencias actuales y futuras del cambio climático.

ECODES – Protocolo de medición del desperdicio alimentario – una gran referencia

Recientemente (noviembre de 2022) la Fundación Ecología y Desarrollo (ECODES), con sede en Zaragoza, en colaboración con la ONGD Enraíza Derechos (Madrid), ha publicado el informe titulado «Desperdicio alimentario y cambio climático. La importancia de medir para mejorar». Los autores son Héctor Barco, experto en medición del desperdicio alimentario, y José María Medina, responsable de gestión del conocimiento de Enraíza Derechos. El trabajo se ha desarrollado con el apoyo del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico.

Es un documento más que recomendable para cualquiera que desee entender los aspectos más críticos y determinantes a tener en cuenta con vistas a obtener datos fiables y comparables sobre residuos/desperdicio alimentario bajo el marco de las directrices establecidas en los últimos tiempos en la UE. A continuación, se resume su contenido.

La necesidad de medir el desperdicio alimentario

En su primer apartado, el más breve, se habla de la implicación de los sistemas alimentarios y del desperdicio alimentario en el cambio climático. El segundo capítulo enfatiza con claridad lo importante que es lograr medir con la adecuada fiabilidad el desperdicio alimentario. Describe que dicha medición es necesaria (a) para obtener un diagnóstico o línea base inicial a partir de la cual poder evaluar la evolución del problema; y (b) para provocar un efecto de prevención, al medir se toma conciencia y se puede actuar en consecuencia.

En este segundo capítulo también se hacen precisiones interesantes sobre el cómputo de los impactos ambientales asociados al desperdicio, y sobre lo importante que es acompañar las mediciones cuantitativas de otras de carácter cualitativo orientadas a comprender las causas del desperdicio, entre otras razones, porque a menudo quién genera el desperdicio lo hace como resultado de la acción o responsabilidad de agentes situados en un lugar de la cadena alimentaria distinto al lugar donde se originó dicho desperdicio.

El capítulo tercero es el más extenso. En él se desarrolla una propuesta de protocolo de medición en la que se discuten los tres aspectos más importantes a considerar: ¿Qué medir? ¿Dónde medir? ¿Cómo medir?

¿Qué medir?

Los autores hacen una descripción y comparación muy precisa y acertada de los principales marcos conceptuales existentes en relación a la definición de desperdicio alimentario, sobre los cuales se ha hablado extensamente en este blog.

Por un lado los conceptos e índices de pérdidas y de desperdicio de alimentos vinculados a la FAO y Naciones Unidas (ver entrada previa). Por otro el marco normativo establecido en la UE a través de la Directiva 2018/851 (ver entrada previa) y la Decisión Delegada 2019/1597 (ver entrada previa).

También describe el concepto de desperdicio alimentario desarrollado a nivel estatal con el proyecto de ley de Prevención de Pérdidas y Desperdicio de Alimentos (ver entrada previa), que parece en parte inspirarse en la pionera ley catalana (Ley 3/2020, de 11 de marzo, de prevención de las pérdidas y el despilfarro alimentarios); y que también aparece recogido en las estrategias en la materia desarrolladas en otras regiones, como es el caso de la Agenda para reducir el Desperdicio Alimentario en Navarra 2022-2027 (ver entrada previa).

En el documento también se hacen consideraciones detalladas sobre la cuestión de las inclusión o no en la definición de desperdicio de tanto las partes comestibles como las no comestibles, y sobre los materiales alimentarios que no adquieren la consideración de residuos, por tratarse de subproductos o de materiales que se derivan a alimentación animal. Buena parte de estas consideraciones provienen de los diagnósticos sobre desperdicio alimentario en la cadena alimentaria realizados en Euskadi (ver entrada previa) y en la Comunidad Valenciana (Plan BON PROFIT).

El marco conceptual propuesto por los autores parte de la premisa de que debe insertarse en las directrices y objetivos planteados desde la UE en materia de residuos alimentarios.

En la figura anterior sintetizamos los aspectos fundamentales de este marco conceptual. El mismo contempla que:

La definición de “alimento” sea la que viene determinada en la Decisión Delegada.

El concepto de “desperdicio alimentario” sea sinónimo de “residuo alimentario”.

Se evite la separación entre “pérdidas” y “desperdicio” como hace, por ejemplo, la FAO. El desperdicio abarca toda la cadena alimentaria (entendida esta como la vinculada exclusivamente a la producción de alimentos con destino humano).

En consonancia con la definición de alimento, dicha cadena agroalimentaria se inicia una vez que los productos son cosechados, excluyendo por lo tanto las fases anteriores (lo que queda en el campo).

Se deben considerar tanto partes comestibles como no comestibles, insistiendo en la idea de que desperdicio es sinónimo de residuo alimentario, en contraposición al proyecto de ley de prevención de pérdidas y desperdicio que explicita que el desperdicio es un subconjunto de los residuos, su parte comestible.

Se deben excluir del concepto los flujos que tengan un aprovechamiento relevante, especialmente mediante el uso como subproductos o mediante su redirección a alimentación animal. La propuesta señala que la monitorización de estos últimos sea opcional, en consonancia con las recomendaciones de la Decisión Delegada.

¿Dónde medir?

El informe propugna seguir las recomendaciones de la Decisión Delegada de utilizar la
Clasificación Nacional de Actividades Económicas (códigos CNAE) para identificar los sectores y entidades a considerar en la cuantificación del desperdicio alimentario.

Además, en el documento se va más allá que en la Decisión Delegada, en el sentido de tratar de concretar con mayor especificidad qué sectores son esos. Los autores, para aumentar dicha especificidad proponen emplear los códigos CNAE que identifican las clases (4 dígitos) en vez de quedarse únicamente en las divisiones (2 dígitos), como hace la División Delegada, porque entienden que al hacerlo de esta última forma se corre el riesgo de incluir en la cuantificación actividades que nada tienen que ver con la producción y consumo de alimentos.

Por ejemplo, en la División 10 – Industria de la alimentación, casi todas las clases serían susceptibles de ser analizadas, salvo muy probablemente las que tienen que ver con la fabricación de productos para la alimentación de animales de granja (1091) y de compañía (1092), puesto que dichos productos no van dirigidos al consumo humano.

Más sentido tiene aún emplear la codificación a nivel de las clases en otros ámbitos en los que dentro de una misma categoría de División hay un buen número de actividades económicas alejadas de la alimentación humana. Es el caso de los ámbitos de la distribución y del consumo fuera del hogar. En este último, la Decisión Delegada no especifica siquiera las divisiones a incluir. Los autores hacen un propuesta en este sentido.

Este apartado del «donde medir» es uno de los más interesantes y útiles del informe, porque ilustra muy bien lo importante que es identificar con precisión qué sectores son objeto de estudio para que puedan establecerse comparaciones oportunas en el tiempo y entre territorios. En gran parte se nutre también del trabajo realizado en los últimos años en Euskadi y en la Comunidad Valenciana, que están siendo pioneras a la hora de enfrentarse a la labor encomendada desde Europa de medir el desperdicio (o residuos alimentarios) en la cadena alimentaria.

¿Cómo medir?

Este apartado del informe está dedicado a la metodología de medición. Comienza haciendo referencia a un articulo muy interesante firmado por Xue et al. en 2017, en el que se hacía una revisión crítica muy exhaustiva de los datos disponibles sobre pérdidas y desperdicio. En una entrada previa se resume dicho artículo y en varias aparece referenciado. En él entre otras cosas se hacía una descripción y valoración de los métodos empleados para obtener los datos, dividiéndolos entre los directos (pesaje, análisis de composición de residuos, encuestas, diarios, etc.) y los indirectos (modelización, balances de materia, uso de datos indirectos).

Una buena parte de dichos métodos son los recogidos en la Decisión Delegada. Los autores describen cada uno de ellos de una forma bastante detallada, indicando en algunos de ellos ejemplos de aplicación, y valorándolos atendiendo a criterios tales como fiabilidad, precisión, coste en tiempo y recursos, etc.

En base a su análisis, en su propuesta recomiendan aplicar los métodos de la Decisión Delegada, con algunas matizaciones en las que jerarquizan los métodos en función de su fiabilidad y hacen referencia a su uso combinado con cuestionarios y entrevistas para la obtención de información de carácter cualitativo que permita identificar las causas subyacentes a los datos cuantitativos. Su propuesta es la ya recogida previamente en plan Bon Profit de la Comunidad Valenciana.

Se resume en la siguiente tabla, que se ha extraído directamente de este magnífico informe de ECODES, que con seguridad va a convertirse en una referencia muy destacada en la muy necesaria tarea de aunar criterios entre diferentes territorios para la medición del desperdicio alimentario a lo largo de la cadena alimentaria.

Nuevas estimaciones (Eurostat) sobre residuos/desperdicio alimentario en la UE

La Decisión Delegada 2019/1597 (ver entrada previa) establecía una metodología común y los requisitos mínimos de calidad para la medición uniforme de los residuos alimentarios en la UE, e instaba a todos los Estados miembros presentar datos del desperdicio alimentario a lo largo de la cadena agroalimentaria para este año 2022. Recientemente Eurostat ha publicado un informe que resume los datos recibidos desde los diferentes Estados. Las cifras se refieren al año 2020.

En la figura siguiente se presentan las estimaciones totales y por etapas de la cadena alimentaria en el conjunto de la UE, comparando los datos de EUROSTAT con la anterior referencia empleada en Europa, las estimaciones del proyecto FUSIONS de 2016 (ver entrada previa).

La cantidad total de residuos/desperdicio alimentario estimada es de 57 millones de t (127 kg por habitante y año), sensiblemente menor a la registrada en el anterior estudios (88 millones de t y 173 kg per capita). Salvo en el segmento de la distribución y venta se observan importantes descensos en las cantidades estimadas en todos las etapas de la cadena alimentaria.

Por término medio, en la UE la mayor parte del desperdicio se concentra en los hogares (55 %), seguido del segmento de transformación (18 %). Sin embargo, en España la cosa cambia, con una contribución de los hogares mucho menor (34 %), y mayor por parte de los sectores secundario (33 %) y primario (20 %).

Como se ve en la siguiente figura, el reparto de los residuos alimentarios entre etapas de la cadena alimentaria es muy dispar de unos países a otros. En Italia y Portugal predomina de una forma muy extrema el sector de los hogares, con porcentajes superiores o cercanos al 70 %. En España y Dinamarca la contribución de los hogares es mucho menor, y en ambos países, sobre todo en Dinamarca la etapa del procesado cobra gran importancia. El sector primario prácticamente no se aprecia en Alemania y Austria, países con un perfil muy similar, mientras que en España, Polonia y Grecia contribuye con valores superiores al 15 %. Llama la atención que en Italia y España, donde el sector de la restauración es tan importante, el mismo contribuye mucho menos porcentualmente que en otros como Alemania o Austria.

Con 4,3 millones de t España aparece como el cuarto estado miembro más generador de residuos/desperdicio después de Alemania (10,9), Francia (9,0) e Italia (8,7). No obstante, atendiendo a la generación per capita se sitúa nada menos que en el puesto 18, con un valor de 90 kg por persona y año, 37 kg menos que la media en la UE.

Si atendemos solo al sector de los hogares, España se sitúa aún más lejos, en penúltimo lugar en desperdicio por capita, con 30 kg por persona y año, frente a los 70 kg de media en la UE o los más de 120 kg de nuestros vecinos portugueses. Esta cuestión merece una pequeña explicación.

La cifra española procede del panel de Cuantificación del Desperdicio Alimentario en los Hogares, que evalúa fundamentalmente los alimentos que se tiran sin ser utilizados (en 2020 unos 23 kg per capita) más los restos de recetas cocinadas que no se aprovechan (en 2020 unos 7 kg per capita). Por lo tanto es presumible que queden fuera de estas cifras la mayor parte de las partes no comestibles de los alimentos (pieles, huesos, etc.) que se retiran durante su cocinado o consumo. Estas partes no comestibles forman parte del concepto de «food waste» de la UE, y posiblemente en muchos de los otros estados miembros sí se tengan en consideración.

Los datos del reciente diagnóstico sobre el desperdicio de alimentos en la cadena agroalimentaria de Euskadi (ver entrada previa) parecen corroborar lo anterior. En este estudio se aportó una cifra de residuos/desperdicio alimentario en los hogares de 63,5 kg por persona y año, más cercana a la media europea aportada por Eurostat que la cifra española. En el estudio vasco se evaluó tanto la parte no comestible (45 kg) como la comestible (18,5 kg) de los materiales alimentarios desechados.

A la vista de estos resultados es evidente que las estimaciones de Eurostat tienen un amplio margen de mejora. Las grandes diferencias encontradas entre los estados miembros obedecen a que todavía estamos lejos de que se emplee un marco conceptual común de lo qué es «food waste» y de que se apliquen de una forma generalizada y sistemática los métodos de medida propuestos en la Decisión Delegada 2019/1597 (ver entrada previa).

Premio al proyecto Buruxka

Recientemente el proyecto Buruxka (Recuperación del espigamiento como valor social y ambiental), del que hemos hablado en varias entradas, y en el que la Universidad Pública de Navarra ha participado, ha sido reconocido como una de las tres mejores prácticas en la edición XXII de los premios José Ignacio Sanz Arbizu a las mejores prácticas en Desarrollo Local Sostenible. El premio lo otorga El Departamento de Desarrollo Rural y Medio Ambiente del Gobierno de Navarra.

Enlaces: